Por Marta G. Rivera, investigadora Ramón y Cajal en la Vic-Universidad Central de Catalunya, y Emilio Luque, profesor de Sociología de la UNED.
Lo que no vemos de lo que comemos
Están en nuestra mesa, en nuestro sistema digestivo, en revistas y restaurantes, en libros y en programas y anuncios televisivos… pero apenas los vemos. La paradójica invisibilidad social de los alimentos tiene múltiples dimensiones. Para empezar, su producción y distribución ha alcanzado un enorme grado de complejidad logística y técnica. Es difícil saber dónde se cultivan o extraen, qué recorridos –a menudo planetarios– han realizado hasta que llegan a nuestra mesa. El moderno sistema agroalimentario nos trae el langostino de Tailandia o Ecuador –de sus manglares talados–, la perca del Nilo desde el lago Victoria, y lo que es más sorprendente y ecológicamente absurdo, el tomate cultivado a diez kilómetros de nosotros por una ruta de mil, pasando por almacenes y centros de distribución. En segundo lugar, la industria alimentaria proyecta una imagen interesadamente distorsionada de los engranajes y circuitos de los que salen sus productos (Jaffe y Gertler, 2006). Frente a las vacas paciendo tranquilamente en verdísimos pastos que muestran los anuncios, nos encontramos con estabulaciones intensivas en durísimas condiciones, denunciadas con cada vez más fuerza por las y los activistas del bienestar animal. No hallaremos a la inmensa mayoría de los cerdos que comemos trotando alegres por la dehesa, sino atiborrados de antibióticos y encerrados entre barrotes que apenas les dejan espacio para girar.
Una tercera capa de invisibilidad es la que oculta las consecuencias de este sistema agroalimentario en términos sociales y ambientales. Pocos ciudadanos conectarían su consumo de Coca-Colas con las crecientes «zonas muertas» costeras como la del Golfo de México, extensiones de miles de kilómetros cuadrados en las que el crecimiento explosivo de las algas asfixia casi todas las demás formas de vida marina. Sin embargo, su causa principal es el exceso de fertilizantes arrastrado desde las llanuras cubiertas de maíz, del que se extrae el jarabe de fructosa que endulza los refrescos. Como veremos después, pocos ciudadanos conocen las tensiones sociales y los riesgos ambientales que están detrás de algo aparentemente tan inocuo como comprar un filete de salmón o de perca en el mercado de su barrio; y menos aún que las consecuencias ecológicas y sociales se disparan si lo hacen en un super o un hipermercado.
También es cada vez más difícil resolver un problema tan básico como qué comer (Díaz Méndez y Gómez Benito, 2007). La relación entre los individuos y su comida, aparentemente tan íntima, ha dejado de estar mediada por la cultura, es decir, por las orientaciones derivadas de la tradición que nos señalaban qué comer y cómo. Ahora el «nutricionismo», el conjunto de expertos y saberes que definen los (cambiantes) criterios acerca de cómo debemos alimentarnos, regula qué es lo bueno y lo malo para comer: pescado azul «no» (luego «sí»), huevos no (después «sí»), grasas, grasas trans (primero «no sabemos», luego «¡nunca!»), ácidos grasos omega-3 («¡milagrosos!», ahora «no sabemos»), a los que viene a sumarse recientemente el café (protege contra ciertos cánceres, pero si lo tomas muy caliente puede producir cáncer), etcétera. La industria alimentaria ha contribuido a esta fractura cultural, a esta desorientación, y se ha adaptado perfectamente a ella, como ilustra el acelerado desarrollo de la «nutracéutica», esa extraña fusión de medicina y alimentos que consigue elevar el valor añadido de productos altamente procesados, o la nutrigenómica, que liga la nutrición con la genómica.
Una fuente de invisibilidad aún más sorprendente y cercana es la que resulta de nuestro comportamiento alimentario, que como todos los demás comportamientos cotidianos es en su mayor parte automático, inconsciente: no sabemos cuánto comemos, ni lo que nos lleva a comer más o menos. Sin embargo, tanto empresas como gobernantes (y muchos profesionales médicos) coinciden en responsabilizar a los individuos de sus «decisiones» y «proyectos» alimentarios; y los ciudadanos se sienten consecuentemente culpables cuando descubren que no pueden controlarse, que su dieta sigue conteniendo demasiadas calorías, demasiadas grasas (o el nutriente estigmatizado del momento), sintiéndose fracasar moralmente. Pero cada vez sabemos mejor que ese control consciente de lo que comemos –o de cualquier otra actividad cotidiana– es literalmente imposible. Y mucho más cuando existe una inmensa maquinaria de distribución, publicidad y mercadotecnia, que tiene como objetivo que incrementemos nuestro consumo.
Estas múltiples invisibilidades no deben persistir. El sistema agroalimentario en su conjunto, desde el mar y los huertos hasta las pautas de consumo doméstico pasando por los supermercados, es cada vez más la encrucijada en la que se conectan los grandes problemas de nuestra época: el calentamiento global, la pandemia de obesidad –mezclada con la desnutrición y las hambrunas en extraña yuxtaposición–, la soberanía alimentaria, la equidad frente al desarrollo ciego. Como lo formulaba Wendell Berry, «comer es un acto agrícola», aunque claramente no somos conscientes de que, como señala el escritor de Kentucky, «comer pone fin al drama anual de la economía alimentaria que comienza con la plantación y el nacimiento».
Se trata sin duda de un problema público; pero aún no es un problema para el público. Para que exista un público, decía John Dewey, una serie de individuos han de identificarse como afectados por un problema común, causado por las consecuencias negativas para los demás de alguna transacción que es positiva para los que la acuerdan. Un caso típico de los libros de texto es la fábrica de papel que contamina el río del que otros ya no pueden beben ni disfrutar; dentro de nuestro tema, las inmensas granjas de cerdos cuyos desechos (purines) destruyen freáticos enteros ofrece otro ejemplo bastante claro. Una vez un colectivo comparte una definición del problema común, un marco que indica qué sucede y qué se puede hacer, puede tratar de regular políticamente esa cuestión. En la medida en que el sistema alimentario siga siendo socialmente invisible, seguirá estando aislado del debate público, de la acción política y ciudadana.
Hay indicios de que se acaba la invisibilidad social del sistema agroalimentario, su posición secundaria en el debate público. Cada vez más organizaciones de la sociedad civil y de productores de alimentos denuncian las implicaciones sociales y ecológicas de la actual estructura de la cadena agroalimentaria. En las últimas décadas habíamos dado por supuesta la disponibilidad de alimentos abundantes y baratos, pero estamos despertando de ese sueño de abundancia ilimitada, que se ha ido además transformando en una pesadilla ecológica y social. Como todo el resto de la civilización actual, esta abundancia se basaba en la utilización masiva de combustibles fósiles. El petróleo y el gas natural soportan una agricultura industrializada que gasta diez calorías de energía por cada una que genera en forma de alimento. Han de sumarse entre estos inputs la producción de fertilizantes y pesticidas, la maquinización de las labores agrícolas, junto con la creciente distancia recorrida por los circuitos comerciales de los alimentos (lo que se ha llamado las food miles).
Queremos ahora ilustrar algunas de estas capas de invisibilidad social de la alimentación globalizada, a través de tres casos. Los dos primeros toman como eje el aspecto de la cadena alimentaria quizá más opaco socialmente: la pesca[1]. Describiremos brevemente algunos impactos sociales y ambientales de la acuicultura chilena y la liberalización comercial en Senegal y su efecto en la agricultura y la pesca. Para finalizar, exploraremos algunas tendencias en el necesario cambio de discurso público sobre los alimentos, desde la crítica a los sistemas agroalimentarios actuales, insostenibles social y ecológicamente, y las alternativas a los mismos. Aludiremos en ese contexto a una línea emergente de comunicación periodística y documental que trata de mostrar con mayor claridad todo lo que nos jugamos sobre la mesa.
Sabemos muy poco de las consecuencias del sistema que produce y distribuye nuestros alimentos.
Tres ejemplos de un sistema agroalimentario globalizado
¿Salmones baratos?
Si hacemos un poco de memoria, el salmón del Atlántico que hoy día podemos encontrar en las pescaderías y supermercados a precios bastante asequibles, y con frecuencia en los menús diarios de los restaurantes, era hasta hace poco un producto de lujo que las familias reservaban para ocasiones especiales, como las navidades u otras fiestas similares, al igual que pasaba con las gambas. ¿Cómo se ha conseguido reducir de esa manera el precio, haciendo de un producto de lujo un producto de menú de cafetería? Los mecanismos son básicamente dos. En primer lugar, la producción del salmón en piscifactoría ha permitido producir una gran cantidad de peces en un espacio muy pequeño, incrementando la eficiencia, medida en número de salmones, del sistema de producción. De esta manera, los peces se crían y se engordan de manera «controlada» en un entorno delimitado y se evita la incertidumbre de qué y cuánto pescarán los que salen cada día a la mar en la pesca tradicional, y lo que es más importante, permite alcanzar lo que se conoce como «economías de escala».
En segundo lugar, se externalizan los costes sociales y ambientales a terceros países. Con un fuerte impulso estatal que se remonta a principios del siglo XX y que es especialmente importante en los años 80 y 90, Chile se convirtió el principal país productor y exportador de salmón de cultivo[2], una especie exótica en el país, que produce así salmón del Atlántico criado en el Pacífico. Allí empresas españolas, noruegas y chilenas, a pesar de crisis coyunturales, han conseguido producir crecientes cantidades de salmón (que ocupa el segundo puesto de las exportaciones del país) a bajo precio, debido a que no incluyen en el mismo una larga serie de impactos en el tejido social y ecológico chileno. Entre estos costes ocultos podríamos enumerar la privatización de las costas, y la consiguiente pérdida de acceso a recursos costeros de los habitantes de la zona, fundamentalmente familias dependientes de la pesca. En la mayoría de las ocasiones, lo que nos encontramos es que los habitantes de la zona acaban perdiendo su empleo autónomo, siendo posteriormente contratados por la empresa que posee la piscifactoría, ya sea en los centros de cultivo, o bien en los centros de procesado, fileteado y transformación. Se genera empleo, pero de dudosa calidad.
El tipo de empleo generado en Chile, donde las regulaciones laborales son más laxas (una de las razones para que vayan allí las empresas europeas) se caracteriza por los bajos sueldos, poca seguridad laboral, alta incidencia de accidentes laborales, prácticas antisindicales, temporalidad y subcontrataciones generalizadas. Según la ONG Veterinarios sin Fronteras (hoy VSF-Justicia Alimentaria Global), la región salmonera (X Región) tenía en el año 2011 un 15% de población en condiciones de pobreza, por encima de la media nacional, de las cuales un 3,1% en situación de pobreza extrema, colocándose en el cuarto puesto para este indicador, de quince regiones, y siendo la única región en que la pobreza extrema creció entre los años 2009 y 2011. Vemos que a pesar de las inversiones en la acuicultura, la región X se mantiene entre las más pobres de Chile. En el plano medioambiental cabe destacar la elevada contaminación en las zonas de producción. Aproximadamente el 20% del pienso que se administra a los salmones (por flotación) no es consumido, provocando la eutrofización de las regiones marinas y lacustres donde están instaladas las jaulas de salmón. Estos restos se juntan además a los producidos por las deyecciones de los animales, lo que incrementa la concentración de nitrógeno y fósforo. Se estima que alrededor de un 75% de nitrógeno, fósforo y carbono ingresado al sistema por medio del alimento, se pierde como alimento no capturado, fecas no digeridas y otros productos de excreción (Buschman y Fortt, 2005). La cantidad de nitrógeno y fósforo en forma de residuo volcado por la salmonicultura a las aguas chilenas sería el equivalente a cuatro millones y medio de personas para el primero y seis millones y medio para el segundo. Otras sustancias liberadas al medio incluyen el cobre, utilizado en pinturas antifúngicas en las jaulas, el PVC, usado como compuesto anti-incrustrante, o los antibióticos utilizados en los piensos de los salmones. Según datos publicados por la propia industria, en Chile se usa hasta un 5000% más de algunos antibióticos que en Noruega por cada tonelada producida. Pero el cultivo de especies de pescado carnívoras, como el salmón, tiene además otras implicaciones. Estos animales se alimentan de harina de pescado y por tanto, de especies catalogadas de «valor no comercial» o procedente de los «descartes», entre las que se pueden incluir arenques o sardinas. La ratio de conversión, es decir, la cantidad de pescado necesaria para producir un kilo de salmón, es de 3 a 1; sin embargo, gran parte de lo recogido en las redes se echa por la borda ya muerto, por lo que en realidad se emplean entre 6 y 8 kilogramos de biomasa animal marina por cada kilogramo de salmón producido. Si a ello unimos la cantidad necesaria para producir el aceite de pescado que también se incluye en los piensos, la cifra aumenta hasta los 10 kg de pescado. Se estima que la superficie marítima necesaria para alimentar a los salmones cultivados en Chile es de 350 millones de hectáreas (ésta es la «huella ecológica» del cultivo del salmón en Chile). No cabe olvidar, por otro lado, que el salmón es una especie exótica en las aguas chilenas, sin apenas competidores naturales, y que en las piscifactorías son inevitables los escapes, con las consecuencias que ello tiene para la fauna marina de la zona, así como para la difusión de enfermedades y microorganismos.
Tomates, peces y personas
En el caso de Senegal encontramos un ejemplo amargamente irónico de la interrelación entre la globalización alimentaria y las fracturas entre países ricos y pobres. La presión de una parte de los agricultores y pescadores de la UE (especialmente españoles y franceses) para la apertura de mercados, y la posición de fuerza en la negociación de los correspondientes comisarios (como Peter Mandelson), consiguió que la producción interna de alimentos, como los tomates o el pollo, se viera desplazada por la entrada de importaciones más baratas de la UE –gracias a los subsidios de la Política Agrícola Comunitaria, entre otros factores–. Los agricultores y avicultores locales han colapsado ante esta competencia, y ahora los senegaleses dependen cada vez más de la pesca para su alimentación, hasta llegar al 70% de las proteínas que consumen. Pero la expansión global de los pesqueros europeos los ha llevado a las costas de Senegal, donde el brutal ritmo de extracción ha llevado a los caladeros al borde del colapso (Kaczynski y Fluharty, 2002).
La UE exige en la presente ronda de Doha de acuerdos de liberalización del comercio que las empresas pesqueras europeas puedan asentarse sin restricciones en Senegal y el resto de países africanos, lo cual desplazaría de nuevo a las pequeñas empresas autóctonas, incapaces de competir en capital y tecnología. La acción combinada de estas tensiones ha llevado a muchos senegaleses a emigrar ilegalmente a los países donde se originan los productos agrícolas, donde a menudo trabajan… en las plantaciones de tomates bajo invernadero de España o Italia. Se cierra así un círculo implacable en el que sólo hay espacio para la rentabilidad económica a muy corto plazo de determinadas empresas y sectores políticamente bien conectados.
La agricultura regenerativa y la iniciativa 4 por 1000
Decíamos que el sistema agroalimentario está cada vez más en el centro de la crisis social-ecológica, pero eso vale también para sus posibles soluciones (en su sentido más modesto de remedios parciales). La agricultura regenerativa contiene la promesa de paliar la emisión de gases de efecto invernadero, mejorando las condiciones de vida de las personas productoras y la salud de los suelos.
El incremento del contenido en materia orgánica del suelo, y sus consecuencias beneficiosas en muchos sentidos (fertilidad, almacenamiento de la humedad, captura de carbono que de otro modo se añadiría al CO2 atmosférico), forman el núcleo de la iniciativa 4 por 1000,[3] lanzada originalmente por el Estado francés, en el marco de la Agenda de Acción Lima-París. Este 0.4 por ciento alude a la proporción en la que debería crecer anualmente el carbono, la materia orgánica de los suelos dedicados a la agricultura, para luchar de manera eficaz contra el cambio climático. Cada año, el dióxido de carbono atmosférico se incrementa en unos 4300 millones de toneladas; teniendo en cuenta que los suelos del planeta almacenan unos 1500 millones de toneladas de CO2, y que muchos de ellos han perdido un gran porcentaje de esa materia orgánica debido a una agricultura y ganadería irresponsable, un crecimiento del 4 por 1000 en el carbono almacenado en esos suelos a la vez limitaría enormemente los gases de efecto invernadero, y haría a los suelos más fértiles y resilientes frente al cambio climático.
No se trata únicamente, por tanto, de no dañar a través de prácticas agrícolas inadecuadas, sino de contribuir a la recuperación de la salud de los suelos y de los modos de vida de los productores, muchas veces tan amenazados como los ecosistemas que les sostienen. El objetivo de la iniciativa es «implicar a los stakeholders en la transición a una agricultura productiva y resiliente, basada en la gestión sostenible del suelo y capaz de generar empleos y rentas».
¿Cómo se consigue, en términos prácticos, este «cultivo de carbono» (carbon farming)? Mediante la aplicación sistemática, y orientada por una mezcla del conocimiento tradicional y de investigación agronómica, de formas de cultivo características de la agricultura agroecológica: arado mínimo (o ninguno), optimización del pastoreo, biodiversidad (por ejemplo la plantación de árboles y la preservación de bandas silvestres en torno a las fincas), compostaje, acolchado, rotación de cultivos, y abonos verdes, entre otras. Existe un creciente número de ejemplos de productores que aplican estas prácticas (Toensmeier, 2016), a la que se añade un elemento que comparte con otras corrientes cercanas, como la permacultura: el uso de plantas perennes frente a las anuales.
Otros discursos públicos sobre los alimentos
¿Cómo hacer visibles las redes, desigualdades y paradojas del sistema agroalimentario? ¿Desde qué instancias está cambiando el discurso público sobre todo lo que rodea a los alimentos? En primer lugar, son los actores más afectados, los productores y productoras agrarias y sus sindicatos, las que se están organizando en todo el mundo, en torno a redes como «La Vía Campesina», junto con otras que agrupan a los pescadores tradicionales, a los indígenas o a los pastores nómadas, para denunciar la situación y proponer alternativas. Muchas organizaciones de la sociedad civil y ONGs medioambientalistas, así como de cooperación al desarrollo, apoyan las reivindicaciones y denuncias de estos productores y productoras. Una formulación que cobra cada vez más fuerza es la de avanzar hacia la soberanía alimentaria. La investigación social, por su parte, lleva desde los años 70 del siglo pasado analizando y adelantándose a la situación en la que nos encontramos en la actualidad.
Las alternativas propuestas en este ámbito, si bien no tan cargadas del fuerte componente político de la soberanía alimentaria, sí recogen parte de las alternativas a la globalización de la cadena agroalimentaria y sus impactos socioambientales: la relocalización de la agricultura, los circuitos cortos para reducir la distancia entre los puntos de cultivo y consumo, y el impulso a la producción realizada por los pequeños agricultores, pescadores y ganaderos. En el espacio de los medios de comunicación masivos, hemos asistido en los últimos años a la aparición de un número creciente de reportajes, libros y documentales que exponen diversos aspectos negativos de la agricultura industrial, la globalización alimentaria y el «nutricionismo».
Desgraciadamente, este nuevo «periodismo de la cadena alimentaria» (food-chain journalism), como lo denomina uno de sus principales impulsores, Michael Pollan, no ha encontrado aún demasiados exponentes entre los profesionales de los medios hispanos (a excepción, por ejemplo, de Esther Vivas), por lo que nuestras referencias incluirán varias en inglés. El nuevo universo comunicativo de las redes, tejido con páginas de activistas, blogs y foros, sí muestra ejemplos[4] de esta voluntad de desvelar las condiciones «normales», estructurales, de operación del sistema alimentario, frente a la preferencia de los medios por las periódicas alarmas –de corta vida informativa–, como la producida en torno a los benzopirenos. Entre los ya numerosos libros que podemos enmarcar en esta línea se encuentran Not on the Label (2005) y Eat your heart out (2008), de Felicity Lawrence; Obesos y famélicos (2008), de Raj Patel; El dilema del omnívoro (2006) y En defensa de la comida (2008), ambos de Michael Pollan; Waste: Uncovering the Global Food Scandal (2009), de Tristram Stuart; el trabajo de Anna Lappé, como Diet for a Hot Planet: The Climate Crisis at the End of Your Fork and What You Can Do About It, de 2010, creadora del sitio web FoodMyths (http://foodmyths.org/).
Centrados también en este tema de los alimentos desperdiciados a lo largo de toda la cadena alimentaria (lo que ha encontrado recientemente traducción legislativa en países como Francia e Italia), encontramos como American Wasteland: How America Throws Away Nearly Half of Its Food, de Jonathan Bloom. Sobre la crítica al sistema alimentario en su conjunto, quizá uno de los más incisivos sea Bet the Farm (2012), de Frederick Kaufman. A una escala global, que nos lleva de Malawi a China pasando por el Punjab o Rusia, el periodista y agrónomo Joel Bourne, en The End of Plenty: The Race to Feed a Crowded World, publicado en junio de 2016, revisa la Revolución Verde y sus consecuencias negativas: el sistema agroalimentario productivista habría pospuesto, pero no eliminado, la profecía malthusiana (que en los años 70 repetiría el Club de Roma) de la incompatibilidad básica de una población en crecimiento geométrico con una tierra (en el sentido literal, no planetario) limitada.
En estos trabajos de investigación periodística se muestra la acumulación de poder de las empresas globales, tanto en el terreno de las semillas (como el caso de Monsanto, que ) como el de la producción de fertilizantes y la comercialización y transformación de cosechas convertidas en mercancías indistintas (como el maíz o la soja) –Cargill, Archer Daniels Midland o Bunge–, o en la gran distribución de cadenas como Walmart y Carrefour. La lógica de la globalización lleva a la ruina y el suicidio a muchos pequeños productores por todo el mundo. Pero el enorme poder de estas empresas ha transformado también el propio tejido cultural que recubre y da sentido a las prácticas alimentarias: como concluye Felicity Lawrence en el libro Eat Your Heart Out: «el genio del capitalismo globalizado no es sólo dar a los consumidores lo que quieren, sino conseguir que quieran lo que puede venderles». Por último, queremos mencionar el sobrecogedor The End of the Line: How Overfishing is Changing the World and What We Eat, de Charles Clover, sobre una los aspectos más opacos del sistema alimentario: la sobreexplotación pesquera.
Importa cada vez más que hablemos acerca de dónde vienen esos productos, quién los produjo y en qué condiciones, y con qué consecuencias para la salud de todos, incluidos los ecosistemas.
En el terreno cinematográfico, varios documentales[5] tienen en primer plano la comida, su origen y sus consecuencias. La pesadilla de Darwin (2004), del austríaco Hubert Sauper, mostraba sobre el terreno cómo se producen en los países ribereños del lago Victoria cientos de miles de toneladas de percas del Nilo –una especie invasora que ha eliminado decenas de especies autóctonas del gran lago africano–. Este contingente de pescado se transporta en aviones heredados de la antigua Unión Soviética –que quizá llegan cargados de armas con las que alimentar las guerras centroafricanas–. Por su parte, Nikolaus Geyrhalter, en un hipnótico documental llamado Nuestro pan de cada día (Unser täglich brot, 2005), muestra sin comentario alguno el mundo de la industria alimentaria y la agricultura de alta tecnología. Un paisaje surrealista de cintas transportadoras y metales bruñidos, cuya simple presencia abrumadora cuestiona la representación bucólica que la publicidad alimentaria proyecta por todos los medios. Más recientes son Tenedores contra cuchillos (Forks over Knives) de 2011, en el que se pone en cuestión el papel de la carne (un creciente problema de salud pública y salud ecosistémica), o El huerto (The Garden, 2008), de Scott Hamilton Kennedy, que ejemplifica con el huerto comunitario de Los Ángeles un pujante movimiento internacional de huertos urbanos.
Por su parte, Cowspiracy: The Sustainability Secret (2014), cuyo productor ejecutivo es Leonardo di Caprio, conecta los puntos entre producción alimentaria, en especial la ganadería destinada al consumo de carne, con las cuestiones del cambio climático, las sequías, el consumo de recursos y la degradación medioambiental en general. Dos formatos más cortos y accesibles, producidos en 2015 y 2016, introducen propuestas basadas en la agricultura regenerativa, el compostaje y otros elementos que puedan dotar de sostenibilidad genuina al sistema alimentario: Man in the Maze, y Unbroken Ground. En muy pocos minutos, el primero muestra formas de recuperación del inmenso desperdicio alimentario, la importancia de la preservación de la biodiversidad de especies y variedades tradicionales, pero también del conocimiento agrícola tradicional.
¿Qué efectividad podemos esperar de estas líneas emergentes de comunicación pública? Tenemos alguna referencia histórica. Cuando en 1906 Upton Sinclair publicó The Jungle, describiendo las prácticas empresariales abusivas y las malas condiciones sanitarias de la industria procesadora de carne en Estados Unidos, las ventas de este producto en el exterior se redujeron a la mitad, iniciándose un proceso que llevaría a la constitución de la agencia alimentaria norteamericana, la Food and Drug Administration. Inscrita explícitamente en esta tradición, el libro Fast Food Nation de Eric Schlosser (y su menos acertada traducción cinematográfica) trasladó a la opinión pública las durísimas condiciones laborales y las deficiencias sanitarias aún vigentes, como la presencia de heces bovinas y E. coli en los productos cárnicos. Sin embargo, es probable que muchas de estas denuncias sólo consigan trasladar a la opinión pública aquella parte de su mensaje filtrada por los medios de comunicación, que favorece los problemas sanitarios, y en mucho menor grado los laborales o los ecológicos. Como decía el propio Sinclair, «he apuntado al corazón del público y por accidente le di en el estómago».
La tarea más importante a la que contribuyen estas formas de comunicación pública es a modificar el «marco mental», el framing, con el que entendemos (o negamos) nuestra relación con el sistema alimentario. Llamarlo así implica ya un marco determinado: esta relación puede pensarse desde nuestra posición como individuos, interesados fundamentalmente por su salud, y con un repertorio de acción definido por el consumo, o bien como ciudadanos, interesados por la intersección de nuestra salud con la salud de ecosistemas y colectivos, y con formas de acción política, éticamente guiada, sobre las estructuras, mediante cambios legislativos y transformaciones sistémicas.
Concluimos. Hemos ilustrado con algunos ejemplos nuestro argumento inicial: sabemos muy poco de las consecuencias del sistema que produce y distribuye nuestros alimentos. Pero también durante mucho tiempo, el consumo de gasolina no fue la variable más importante para decidirse por un modelo u otro de automóvil; ahora los precios actuales y futuros del combustible, la creciente conciencia del calentamiento global y los impuestos hacen que tengamos muy en cuenta cada uno de los gramos de CO2 emitidos. Más pronto que tarde debemos encontrarnos con cambios similares en el discurso de los medios de comunicación y los responsables públicos que nos explican qué cocinar para hoy y qué debe haber en nuestros frigoríficos. Hasta ahora han sido sobre todo portavoces del nutricionismo, añadiendo una serie interminable de recomendaciones alimentarias basadas en el último estudio estadístico, que el siguiente a menudo ponía en duda. Pero importa, y cada vez más, que hablemos acerca de dónde vienen esos productos, quién los produjo y en qué condiciones, y con qué consecuencias para la salud de todos, incluidos los ecosistemas. No podemos permitirnos ya el lujo de no ver con claridad nuestros alimentos.
Referencias
Berry, Wendell (1990), What Are People For?, North Point Press, San Francisco,1990.
Buschmann, A. H. y Fortt, A. (2005) «Efectos ambientales de la acuicultura intensiva y alternativas para un desarrollo sustentable», en Revista Ambiente y Desarrollo 21(3): 58-64.
Bustos, B. (2012), «Brote del virus ISA: crisis ambiental y capacidad de la institucionalidad ambiental para manejar el conflicto», en Eure 38(115): 219-245.
Cabello, F. (2003), «Antibióticos y acuicultura. Un análisis de sus potenciales impactos para el medio ambiente, salud humana y animal en Chile», en Análisis de Políticas Públicas, Serie APP, número 17.
Díaz Méndez, C. y Gómez Benito, C. (coords.) (2007), Alimentación, consumo y salud, Barcelona, Fundación La Caixa, Colección Estudios Sociales (24).
García, F. (2005), «Salmones en Chile: El negocio de comerse el mar. Análisis de los efectos sociales y ambientales de la producción de salmón en Chile bajo la perspectiva de soberanía alimentaria», Colección Soberanía Alimentaria de Veterinarios sin Fronteras, documento 4, y Campaña «No te comas el mundo», Fichas para no comerse el mundo, número 3.
Jaffe, J., & Gertler, M. (2006), «Victual Vicissitudes: Consumer Deskilling and the (Gendered) Transformation of Food Systems», en Agriculture and Human Values 23(2): 143-162. Enlace en línea: http://doi.org/10.1007/s10460-005-6098-1
Kaczynski, Vlad M. y David L. Fluharty, D. L. (2002), «European policies in West Africa: Who Benefits From Fisheries Agreements?», en Marine Policy 26 (2): 75-93.
Pollan, M. (2008), In Defense of Food: An Eater’s Manifesto, Penguin Press, Nueva York.
Scrinis, G. (2008), «On the Ideology of Nutritionism», en Gastronomica: the Journal of Food And Culture 8(1): 39-48.
Toensmeier, E. (2016), The Carbon Farming Solution. A Global Toolkit of Perennial Crops and Regenerative Agriculture Practices for Climate Change Mitigation and Food Security. Chelsea Green.
Notas
[1] Clover, Charles (2008) The End of the Line: How Overfishing is Changing the World and what We Eat. University of California Press, 2008.
[2] En el año 2007 el sector entró en crisis originada por una fuerte epidemia del virus ISA que le obligó a reestructurarse, incluyendo el despido de un número importante de personas. La reestructuración del sector siguió las pautas propuestas por el sector bancario, y no las pautas propuestas por la comunidad científica (Bustos, 2012).
[3] Ver el sitio: http://4p1000.org/
[4] Véase como ejemplo el libro coordinado por Esther Vivas y Xavier Monragut, Supermercados, no gracias. Grandes cadenas de distribución: impactos y alternativas, Icaria/Antrazyt, 2007.
[5] No hemos incluido una enorme cantidad de excelentes documentales más directamente ligados a la salud, como el famoso Super Size Me de Morgan Spurlock, aunque muchos muestran o al menos aluden a los aspectos sistémicos de la alimentación. Por ejemplo, centrados en la crisis de la obesidad infantil, tenemos Fed Up o Bite Size, ambos de 2014.
Este artículo ha sido publicado originalmente en la Revista Cuadrivio bajo licencia CC BY-NC-ND por Marta G. Rivera, investigadora Ramón y Cajal en la Vic-Universidad Central de Catalunya, y Emilio Luque, profesor de Sociología de la UNED.
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