Mauro Hernández, profesor titular de Historia Económica, UNED
A la hora de estudiar o leer sobre los diferentes periodos históricos, las etiquetas utilizadas para definirlos resultan a veces confusas. La Edad Media… ¿está entre medias de qué? ¿Por qué llamamos Edad Moderna a los siglos XVI al XVIII, que tienen muy poco de “modernos”? Si lo que denominamos Contemporánea acaba a finales del siglo XX, ¿cómo hemos de llamar a nuestros tiempos actuales?
Los mismos historiadores somos conscientes de que los periodos que manejamos son una construcción abstracta y arbitraria. Ni siquiera nos ponemos muy de acuerdo en cuándo empiezan y acaban. Hay fechas convencionales: la Revolución Francesa de 1789 para el arranque de la Edad Contemporánea, la caída del Imperio Romano de Occidente en 476 (¿y por qué no el de Oriente?) para el fin de la Antigüedad, el viaje de Colón en 1492 como comienzo de la Edad Moderna… Pero estamos de acuerdo en que las cosas no empiezan a ser medievales o modernas de un día para otro.
En un fantástico librito de 2014, el medievalista Jacques Le Goff se preguntaba si de verdad hacía falta cortar la historia en rebanadas. La expresión resulta chocante, pero el tema que aborda, la periodización del pasado, tiene su importancia. Por periodización entendemos el proceso de definir las distintas épocas en las que fragmentamos la historia humana, del Paleolítico hasta el presente. Lo difícil de la cuestión es ¿cómo definimos esos fragmentos?
La división de la historia tiene a su vez su propia historia. La Edad Media fue en buena parte una invención de los humanistas del Renacimiento que querían subrayar su entronque con la cultura de la Antigüedad clásica, y su alejamiento de los bárbaros tiempos medievales. Aun así, el término no se asentó hasta fines del XVII. Y la denominación Edad Moderna arranca de la Francia de finales del siglo XIX, pero su equivalente anglosajón (early modern) sólo se difunde a partir de la década de 1960. Cada nuevo término ha ido abriéndose paso de forma paulatina, a veces con dificultad, nunca de forma simultánea en todas partes.
La desproporción y los límites
Los problemas que plantean estas divisiones son diversos. Para empezar, falta coherencia en el tiempo que abarcan, ya que cada una de estas edades presenta una duración radicalmente distinta, manifiestamente desproporcionada y visiblemente decreciente.
Hay tres millones de años que conocemos como Prehistoria, definida como la época anterior a los registros escritos. Tras ella viene la Antigüedad (unos 3 500 años), la Edad Media (diez siglos, aproximadamente), la Moderna (tres siglos) y la Contemporánea (dos). ¿Qué duración se atribuirá a los tiempos que arrancan de finales del siglo XX? Aún esta por ver, pero serán seguramente décadas.
Así, cuanto más largas son nuestras edades, más cobijan bajo un único paraguas sociedades muy distintas. Por ejemplo, la Prehistoria abarca cientos de miles de años de pequeñas bandas cazadoras-recolectoras, frente a unos miles de sociedades ya agrarias y ganaderas, con ciudades, sacerdotes y caudillos. Y dentro de la Edad Media, poco tenía que ver la Europa del siglo VI –ruralizada, violenta, fragmentada– con la del siglo XV, que ya había emprendido su gran expansión por el mundo.
Las fronteras entre épocas también varían notablemente dependiendo de las disciplinas que las estudien: para la historia política, la época contemporánea arranca en la Revolución francesa, mientras que en economía el giro empieza con la Revolución industrial, unos cuarenta años antes. Los historiadores de la cultura, por su parte, prefieren hablar de Renacimiento, Barroco e Ilustración que de la Edad Moderna que los abarca todos. Y así sucesivamente.
Marcado eurocentrismo
Otra cuestión a tratar sería la del eurocentrismo. Este empieza con la división entre los tiempos “antes” y “después de Cristo”. Incluso cuando usamos la versión laica –“antes de la era común” (a.e.c.)– estamos dando por buena una división obvia y explícitamente cristianocéntrica que ignora u oscurece otras particiones del tiempo histórico, como la de los musulmanes, que ponen su marcador a cero en el viaje de Mahoma a Medina (año de la Hégira, en el 622). Y a pesar de todo, el a.C.-d.C. se ha impuesto casi universalmente, adoptándose incluso en documentos oficiales de la ONU.
Nuestras edades sirven de poco cuando pretendemos aplicarlas a escala global. Mientras la Europa cristiana estaba en los siglos más oscuros de la alta Edad Media, el mundo islámico vivía una época de expansión y esplendor económico y cultural. Cuando los castellanos modernos se lanzaban a la conquista de América, ésta vivía aun en tiempos prehistóricos (sin escritura, como el imperio inca) o antiguos (a quienes no resulta difícil equiparar a la civilización azteca). Si lo que caracteriza a la época contemporánea es la industrialización y la construcción de estados fuertes, buena parte de Asia sólo entró en este periodo en el siglo XX, a veces bien avanzado.
El hecho de que estadios tan distintos de desarrollo se dieran simultáneamente en diferentes partes del mundo hace creíble que una serie como Juego de Tronos combine sociedades típicamente medievales en Westeros con civilizaciones esclavistas de la Antigüedad en Essos.
A los problemas citados, podemos añadir uno aparentemente menor, pero no baladí. Estas etiquetas tienen consecuencias palpables en el mundo académico: en las facultades de historia marcan la división entre departamentos, y a menudo justifican que el experto en una época ignore casi todo del resto. Los manuales y las enciclopedias se organizan con arreglo a estas categorías. Los premios, las exposiciones, las rutas culturales se pliegan a las lógicas de este reparto. Todo ello, por último, se traslada a los estudiantes y al público en general. Cómo ocurre en la geopolítica, una frontera creada artificialmente acaba teniendo consecuencias tangibles. En este caso, la fragmentación de un conocimiento histórico que debería ser más global e integrado.
Nuestro presente en el futuro
Pese a los problemas en nuestra periodización del pasado en distintas épocas, existen algunas ventajas de peso. Por eso seguimos utilizándolas.
Las etiquetas de Antigüedad, Edad Media, Moderna y Contemporánea nos ayudan a entender mejor cada una de ellas en torno a rasgos comunes que consideramos importantes: una economía agraria o más urbana –comercial o industrial–, una sociedad dividida en estamentos o en clases, una estructura política más o menos poderosa y participativa, una cultura regida por la religión o la razón.
Si admitimos que unas divisiones tan arbitrarias como los siglos y los reinados tienen su utilidad, y por eso nos empeñamos en arraigarlos en las mentes de los estudiantes, la siguiente escala, la de las edades que estamos tratando aquí, resalta esos grandes rasgos de lo que el historiador Fernand Braudel llamó la longue durée, la larga duración. Unas y otras “rebanadas” nos ayudan a situarnos en un pasado que visto sin ellas resulta demasiado confuso.
Queda la cuestión, quizá anecdótica, de cómo llamaremos a nuestros tiempos. Quizá en las próximas décadas adoptemos la etiqueta de Antropoceno propuesta por Paul Crutzen y Eugene Stormer para el periodo en que Homo sapiens comienza a dejar una huella profunda en el planeta. Quizá también hagamos caso a Le Goff y fundamos las edades media y moderna en una sola. Quizá bauticemos a esta como era preindustrial, y a la que le sigue como era era postindustrial, como sugería ya en 1973 el sociólogo Daniel Bell.
Lo que es seguro es que aun tardaremos en saber la respuesta y que, sea cual sea, presentará también problemas. En todo caso, les dejaremos la decisión a nuestros nietos.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Unidad de Cultura Científica-UNED