Desde hace años se sabe que la composición y diversidad de nuestro microbioma intestinal, también llamado flora intestinal, es una de las claves de nuestra salud y por ello fiel indicador de ésta. Este microbioma está formado por un conjunto de microorganismos que viven en nuestro intestino e incluye bacterias, levaduras, hongos e incluso algunos virus.
Actualmente, se estima que cientos de especies de microorganismos viven dentro de nuestro intestino, hasta un total de 100 billones de ellos, lo que supone aproximadamente una relación 1:1 con nuestras propias células1; y vivimos en completa armonía con ellos en un proceso de colaboración en que, tanto nosotros como ellos, sacamos partido a nuestra estrecha relación. Nuestro vínculo se establece mediante una relación simbiótica, en la que el huésped, es decir, los humanos, proporcionamos el hábitat y los nutrientes imprescindibles para el desarrollo de este gran conjunto de microorganismos, y ellos, a cambio, desempeñan funciones esenciales para nuestro cuerpo. De modo que, un microbioma sano repercute en todo el organismo.
Aunque no existe consenso general sobre qué parámetros determinan fielmente la clasificación de un microbioma intestinal como sano, sí que se han definido algunos de los indicadores imprescindibles. En primer lugar, la riqueza y diversidad de especies presentes es fundamental para considerar que un microbioma es normal (o sano). Esta diversidad incluye especies como Clostridium, Eubacterium, Faecalibacterium, Bacteroides, Bifidobacterium, entre las mayoritarias.2 En este sentido, destaca que la densidad y la composición de las distintas comunidades microbianas residentes difieren notablemente en función de los distintos emplazamientos anatómicos del huésped. Por ejemplo, el intestino delgado supone un ambiente más inestable, dado que presenta tiempos de tránsitos cortos, de entre 3 y 5 horas, y altas concentraciones de bilis. Por el contrario, el intestino grueso se caracteriza por su flujo más lento y un pH cercano a la neutralidad (ligeramente ácido), de modo que las condiciones en él son más favorables para poder albergar una mayor comunidad microbiana, en particular, las especies mayoritarias en él son anaerobias obligadas (no pueden prosperar en presencia de oxígeno).1
Por otro lado, se sabe que para que un microbioma esté sano también es crucial su capacidad de resistir y permanecer de forma estable en el tiempo a pesar de las posibles perturbaciones que se deriven por cambios de dietas, empleo de antibióticos, etc.
En cuanto a la actividad metabólica microbiana, resalta su trascendencia para nuestros procesos digestivos, ya que transforma algunos de los compuestos que nuestro cuerpo no es capaz de metabolizar. De este modo descompone fibras alimentarias, sintetiza ciertas vitaminas y aminoácidos esenciales, facilita la absorción de moléculas complejas y minerales, etc. Asimismo, también es esencial para nuestro sistema inmunitario contribuyendo a mantener la homeostasis intestinal, que ejerce como barrera de defensa ante la posible colonización de microorganismos patogénicos para nosotros; e interviniendo en la maduración del sistema inmunitario intestinal. Del mismo modo, también estimula la producción de mucosa del intestino para paliar las agresiones y lesiones del tracto digestivo, así como promueve la irrigación de las células intestinales. Este proceso se da gracias a la fermentación de polisacáridos que producen ácidos grasos de cadena corta encargados de regular el suministro de energía del cuerpo, la integridad del epitelio intestinal, así como promover la función de las células inmunes.3,4 Empero, se sabe que la perturbación sobre la interacción entre la microflora, las células epiteliales y las inmunitarias también desempeña un papel fundamental en el desarrollo de procesos inflamatorios.4 Es evidente, pues, que su papel es clave para nuestra salud y bienestar.
Sin embargo, cabe destacar que nuestra flora intestinal requiere un proceso de evolución desde el nacimiento. De hecho, existe gran controversia acerca si la colonización intestinal de los bebés empieza en la propia placenta, es decir, si existe colonización intrauterina. Algunos estudios apuntan hacia la existencia de esta transferencia anterior al nacimiento.5 Sin embargo, otras posturas se posicionan a favor de la colonización nada más nacer. En estos casos, se sugiere que el sistema digestivo del bebé se coloniza, al menos parcialmente, por los microorganismos presentes en el cuerpo de su madre. Sus resultados indican que estos microorganismos pueden transferirse desde la vagina y el recto de la madre tras un parto vaginal, lo que aporta una flora poco diversificada y está esencialmente asociada a su alimentación. Otro método de transferencia se daría cuando el bebé nace por cesárea, en este proceso aquellos microorganismos presentes sobre la piel materna se estima que serán los primeros encargados a poblar el intestino del recién nacido. Sea como fuere, ese microbioma simple del neonato evolucionará debido a numerosos factores externos, como la dieta. En realidad, no es hasta los tres años de edad que la población microbiana intestinal se estabiliza, aun así, esta podrá seguir modificándose de acuerdo con múltiples factores ambientales.6 En realidad, permanecerá equilibrado (salvo perturbaciones ocasionales) durante toda la etapa adulta hasta llegar a la vejez. No obstante, cuando una persona envejece su microbioma se ve debilitado y empobrecerá ligeramente a causa de los cambios fisiológicos en el organismo, la ingesta de fármacos y las alteraciones de la dieta. Por ello, teniendo en cuenta las afirmaciones anteriores sobre la salud de la población microbiana, este debilitamiento que ocurre durante la vejez puede desembocar en ciertas patologías.2
Por lo que se refiere al proceso de evolución desde su inicio, cada vez existen más indicios de que el microbioma de la leche materna de la madre desempeña un papel fundamental para el desarrollo de la flora intestinal de la criatura.7 Pero, no solo la microbiota presente en la leche materna es esencial para este desarrollo, sino que la leche en sí misma contiene una gran variedad de compuestos provechosos para las comunidades microbianas. Entre ellos, destacan los oligosacáridos (carbohidratos complejos) que ejercen de prebióticos para el microbioma intestinal del lactante.8
En referencia a ello, los prebióticos son aquel conjunto de oligo y polisacáridos no digeribles por el cuerpo humano, pero si fermentables por nuestras comunidades microbianas, de modo que sirve como fuente de alimento para estos promoviendo una buena salud microbiana y facilitando su proliferación.9 Por esta razón, los prebióticos son considerados alimentos funcionales (no solo ejercen función nutricional, también desempeñan funciones específicas) que beneficiosos para la salud en determinadas ocasiones, ya que tienen el poder de favorecer el progreso adecuado de la flora intestinal.
Algo parecido sucede con los probióticos que, a pesar de reportar beneficios para el ecosistema microbiano intestinal, estos son limitados y dependen directamente de las cantidades administradas. El empleo de probióticos se basa en el propósito de mantener la integridad intestinal restituyendo la población microbiana perturbada,9 aportando microoganismos vivos, como Lactobacillus y Bifidobacterium, especies presentes en nuestro sistema digestivo. Estos microorganismos adicionales competirán con los patógenos por los nutrientes e inhibirán su proliferación, evitando, así, su colonización intestinal.
Centrándonos en la función de la dieta en el estado del microbioma intestinal surge la siguiente pregunta: ¿Por qué es tan trascendental? Aunque es bien sabido que la genética del huésped y el estilo de vida son determinantes para el microbioma, destaca que el factor más primordial es la dieta. La base de esta afirmación recae en el hecho de que la microbiota depende de los residuos alimenticios para su supervivencia. Por ello, las fibras, grasas y proteínas ingeridas determinarán el crecimiento de unos microorganismos sobre el de otros. Esto es fácilmente observable teniendo en cuenta algunos parámetros ya descritos. Como bien se indicaba, la distribución de estos microorganismos a lo largo del tracto digestivo variará en función de las condiciones de crecimiento que requieran las distintas especies y en eso juega un papel esencial nuestro proceso digestivo, que procesará los alimentos en distintas etapas y regiones, condicionando así la proliferación microbiana. De forma similar, aquello que se ingiera también será determinante para la proliferación microbiana. Por ello, mientras que las dietas altas en grasas promoverán el crecimiento de Bacteroides, harán menguar las de Faecalibacterium. Del mismo modo, se darán cambios fomentando la predominancia de unas especies u otras en función del volumen de consumo de otros compuestos, como la fibra, o los metabolitos, y, en consecuencia, determinarán la diversidad microbiana intestinal.2
Teniendo en cuenta la relación directa entre el estado de nuestro microbioma y sus perturbaciones con nuestro organismo, a menudo se analiza su asociación con distintos procesos patológicos a distintos niveles. Hasta el momento, se han podido relacionar algunas perturbaciones concretas en las comunidades microbianas con el desarrollo de ciertas enfermedades, de modo que el estudio de estas asociaciones podría suponer la detección temprana del riesgo a padecer ciertas patologías, por lo que se podría llegar a intervenir de forma preventiva y evitar el desarrollo de la enfermedad en cuestión.
En este sentido, existen numerosos estudios que tratan de describir el vínculo existente entre el microbioma intestinal y el desarrollo y evolución de enfermedades asociadas al sistema gastrointestinal y la obesidad. Concretamente, en el caso de esta última, se cree que pueden existir ciertas bacterias capaces de inducir la expresión de determinados genes asociados al metabolismo lipídico, que es el proceso de obtención y almacenamiento de energía a partir de grasas; luego ejerciendo influencia directamente sobre este y promoviendo la obesidad.10
Sin embargo, su asociación no está limitada al sistema digestivo, también se vincula a trastornos a nivel neurológico, como la enfermedad de Alzheimer o el Parkinson, para indicar algunos ejemplos relevantes. Estos estudios se basan en el hecho que algunos componentes estructurales bacterianos, en especial los lipopolisacáridos, tienen efectos sobre la estimulación del sistema inmunológico y este, a su vez, puede inducir inflamación tanto a nivel sistémico o general, como directamente sobre el sistema nervioso. Por otro lado, es destacable también el papel de algunas enzimas bacterianas capaces de producir neurotóxicos (sustancias dañinas para el sistema nervioso central) y neurotransmisores (sustancias de señalización neuronal) que imitan los propios del huésped. En consecuencia, todos estos factores, e incluso algunos más, pueden ser determinantes para la evolución de algunos trastornos neurológicos.11
Asimismo, no hay que olvidar que la flora intestinal desempeña una función primordial regulando, no solo la salud, sino también el comportamiento del huésped por su amplio espectro de influencia sobre el organismo. En virtud de ello, existen estudios pioneros que tratan de determinar su impacto en entornos espaciales, con microgravedad y radiación, para descifrar la repercusión que supone para los astronautas.12
En conclusión, no debemos olvidar que, sin ser del todo conscientes de ello, gozamos de una compleja biodiversidad intestinal capaz de influenciar en nuestro desarrollo y bienestar por lo que es fundamental mantener unos hábitos y una alimentación adecuada para así garantizar su óptimo desarrollo y evitar los efectos negativos que pueden derivarse de las alteraciones en nuestro microbioma intestinal.